Recuerdo que cierta vez, cuando
menos me imaginaba, me sentí “obligado” en cierta manera, en contestar lo que
se me pedía en forma imprevista, es decir, definir o comentar algo sobre las
flores y también sobre los colores.
En cierto momento, me pregunté a
mí mismo por qué razón se me consultaba y por qué sobre esos temas. Y por mucho
que traté en esos momentos, nada se me ocurrió.
Reconozco que en esos momentos no
sabía si los temas eran difíciles o si yo no me sentía capaz de detallar o de
imaginar algo al respecto.
Recuerdo que comencé a pensar en
las flores y comenzaron a surgir las preguntas que yo mismo me hacía,
definiendo las formas, sus fragancias, sus apariencias y pronto comprendí que
nada de lo que pensaba tendría sentido.
Pensé al principio ¿qué puedo
decir yo sobre lo que se puede sentir cuando se las ofrece a alguien, cuando
las elijo o cuando las entrego y por qué?
Me pregunté ¿puedo resumir en esa
flor, aún la mejor que encuentre, todo lo que puedo sentir? ¿Puede acaso
expresar ella todo lo que se alcanza al sentir al elegirla para entregarla, y
se puede considerar en esa flor todo el sentimiento que la misma lleva de mi
parte, aún en el caso que consiga la mejor?
Entiendo que el valor de esa flor
está, no en su aroma, ni en su color o forma, sino en su significado profundo,
en todo lo que quiere decir en el más completo silencio.
¿Y qué podría decir de sus colores?
¿Hay uno mejor que otro? ¿Acaso su color define el sentimiento que quiere
expresar? Me pregunto ¿influyen los colores?
Pienso que la magia está en que
existan dos personas que aun estando separadas puedan decir sin palabras lo que
siente quien la ofrece, para que llegue llena de vida a quien la reciba con la
mejor de las sonrisas.
Todo lo demás, su aroma, color y
forma, pasa a segundo plano, lo que perdura es otra cosa, aún en el más
completo silencio.
Esa es su mejor virtud.
Autor: Eduardo
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