Tu mano puede golpear o acariciar. Alguien lo dijo alguna
vez y quedó registrado como una gran verdad.
Es cierto, pero depende de lo que nosotros elegimos.
Claro que, en primer lugar, no hay ninguna razón para
golpear a nadie, ya que esas mismas manos pueden ser portadoras de una caricia
y la decisión de hacerlo así, brota enseguida en nosotros. Es cuando elegimos
bien.
Pero no sólo se lastima cuando esas manos apelan a la
fuerza, a veces una palabra mal dicha, una ofensa involuntaria o no, duele más.
Nos sentimos mucho mejor cuando notamos que se unen para
acompañar un ruego y pueden ayudar a nuestro pedido en silencio, y son también las
que en una despedida, o en un adiós, dicen de nuestro sentimiento al
separarnos, y las que anteceden al abrazo con que damos nuestra bienvenida.
Hablan siempre por sí solas, en completo silencio cuando
brota de nuestro corazón una alegría que nos lleva a una caricia y cuando en un
gran dolor, se unen para un consuelo que nos ayuda a mitigar la pena que se
siente.
Muchas veces la palabra no es necesaria para expresar lo que
sentimos, basta con colocar esas manos en forma espontánea en nuestro pecho –como
quien frece su corazón- y son las mismas que se anteponen delante de nosotros
como una posible defensa ante algo que no queremos.
Sucede en nuestra vida momentos que pueden ser tristes, sin
querer, esas manos se retiran impotentes a nuestro costado y dicen de nuestro
pesar, pero son las mismas que ante una alegría repentina, se juntan en un
aplauso.
Dejemos que en nuestro futuro esas manos ofrezcan más
caricias que golpes, más aplausos que decepción. Con eso basta.
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