Toda aquella persona que en determinado momento de su vida
toma la decisión de contraer matrimonio comprende que para cambiar la soledad
en que vive, necesita alguien que esté a su lado acompañándolo.
Es necesario -lo ideal- que sea el comienzo de ese sueño tan
ansiado para que, mediante esa unión, una nueva familia se forme.
Todo matrimonio bien pensado –de común acuerdo- debe tomar la
resolución como esposo y esposa de compartir todo lo que la vida puede
ofrecerles, con iguales derechos, con el compromiso de que con la mayor buena
voluntad se logren sobrellevar los momentos difíciles que puedan aparecer y
también con todo el derecho de disfrutar de cada situación agradable que puedan
llegar.
Hay cierto tipo de matrimonio donde por un previo “arreglo”
de las partes, ciertos derechos se especifican y que en lugar de ser totales,
están condicionados a una forma de actuar y disponer por separado, alegando
mantener desvinculados los patrimonios. Esto es mío, esto es tuyo.
Tengo la convicción de que el verdadero éxito de todo
matrimonio no debe tener topes que limiten y determinen los derechos de cada
uno: solo basta que ambas partes ofrezcan libremente todo lo mejor que pueda para
que ese todo pueda compartirse.
Entiendo que ese es el respeto indispensable que cada uno debe
sentir por el otro y que debe permanezca en lo posible invariable.
El aire que cada uno respira, no se elige, solamente se lo
comparte, y para eso solamente hace falta la libre determinación de dos.
Jamás un matrimonio que no respete esa premisa podrá
funcionar con equilibrio y bienestar. Nunca una imposición podrá sustituir el
balance que hace crecer el amor.
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