Muchas
veces en nuestra vida, nos vemos obligados a buscar a tal o cual persona que
tenga la capacidad que creemos necesaria para desempeñar determinadas
funciones.
Comenzamos
por asegurarnos bien qué es lo que necesitamos, es decir, buscamos tener la
certeza de lo que requerimos. No tenemos que omitir ningún detalle, ni debemos
exagerar en la valorización que hagamos para poder seleccionar sin
equivocarnos.
Ese es
uno de los pasos más difíciles a seguir. Entonces surge una primera lista con
candidatos, en quienes depositamos nuestras esperanzas para arribar al mejor de
los resultados. De pronto comienzan las dudas, independientemente del largo de la
lista, empezamos a preguntarnos a quién seleccionamos entre todos aquellos “aptos
conocidos”.
Ese tipo
de razonamiento lo usamos cuando somos nosotros a quien le corresponde elegir,
pero en esta vida que vivimos, los demás -los otros- también, con los mismos
derechos que los nuestros para elegir, son quienes, a su vez, deciden si
merecemos -llegado el caso- ser candidatos.
Y nos
preguntamos ¿tenemos las mismas condiciones que buscamos en los demás? ¿es muy
exagerado lo que pedimos? ¿cómo nos vemos? ¿cómo somos en realidad?...y llega
el momento de la verdad. Comienzan las dudas y siguen las interrogaciones: ¿por
qué dudo de mí? ¿Estoy tan inseguro de mis cualidades?
Buscamos
a veces algunos atenuantes, no creemos tener “virtudes” que estaban “escondidas”
y algunas fallas que creíamos ya superadas, siguen estando.
Debiéramos
actual al revés: estar seguro de cómo somos, mejorar lo que podamos en nuestra
forma de comportarnos y optar sin tapujos por quien en realidad precisamos.
Entonces
tendríamos todo el derecho del mundo de llevar adelante la selección sin compromisos.
Más relatos jueveros, en lo de Juliano el apóstata