¿Cuántas veces nos habremos colocado frente a una ventana
para observar lo que sucede afuera?
Si nos hubiéramos tomado la molestia de anotar todo lo que
alcanzamos a ver, la lista sería interminable y sorprendente, y lo que es más, mucho
de lo visto y escrito podría espantarnos.
Pero también habría que reconocer que allí afuera hay mucho
de bueno y que en gran medida eso mismo es lo que nos permite aprender y
superarnos, por poco que sea. Aún lo mínimo, si es bueno, enseña.
Pero sucede que, al hacernos ciertas preguntas, no siempre
encontramos la valentía para contestarlas:
¿Qué suelen ver los demás cuando nos miran a través de esa
misma ventana?
¿Nos verán como realmente somos?
¿Qué interpretarán al observarnos? ¿Encontrarán todo en
orden?
Cuando nosotros miramos hacia el mundo, enseguida pensamos que
habría muchas cosas para cambiar en él, pero tal vez “nos olvidamos” que los
demás también practican el mismo derecho de observarnos y opinar.
Es entonces que quizás optamos por la negación y decidimos
cerrar la ventana para no ver aquello que nos resulta ingrato del mundo
exterior. Se nos ocurre que es una forma simple de eliminar lo que nos molesta,
aun comprendiendo que de esa manera los demás tampoco nos verán y que terminaremos
encerrados.
Si lo pensáramos bien, llegaríamos a la conclusión que fundamentalmente
somos nosotros quienes deberíamos hacer algunos cambios, definiendo con
sinceridad quién somos y cómo somos, para luego sí llegar al equilibrio, aprendiendo
a dejar abierta la ventana con total tranquilidad, sin estar pendiente
obsesivamente de lo que los demás hacen o dicen, o si se acercan a su vez para evaluarnos.
Que quede abierta para tener la posibilidad de airearnos y
comunicarnos, no para juzgar o exhibirnos.
Autor: Eduardo
Autor: Eduardo
Más ventanas, en lo de Gaby