
Recuerdo que hubo veces en que me pregunté
cómo habría sido tener ganas de escribir cosas con la poca luz que puede dar la
pequeña llama de una vela o, también, como se dice, a la luz de un candil.
Debo reconocer que creí alguna vez que la luz
de esa vela me daba motivos para la escritura ya que permitía poder ver lo que
iba escribiendo y no alcanzaba a entender cómo se podía plasmar en palabras
todo mi sentir con la semi oscuridad que
me envolvía.
No había descubierto todavía que la verdadera
luz estaba en la idea que se encontraba guardada en mi mente y también en mi
corazón.
Fueron momentos en que pensaba que no puede
escribirse nada cuando falta la luz que tiene que iluminar el papel a usar;
esos mismos momentos que algún tiempo después hicieron que comprendieron que la
verdadera luz es la que llevamos dentro, esa que está pronta para surgir y
dejarnos enseñanzas, la que nos marca el camino a seguir, la que educa, la que
acompaña nuestros sueños y los ilumina.
Tener la suerte de saber que somos dueños de
esa luz, que podemos disfrutarla en los momentos difíciles, cuando buscamos la
verdad, esa que todavía no entendemos.
Tener la suerte de ver que esa luz tan mágica
sirve a nuestro alrededor para guiarnos, a nosotros y a quienes nos acompañan.
Darnos cuenta que encontramos lo que nos aleja
de ciertas oscuridades que tanto mal pueden causarnos, y por suerte sirven para
poner una distancia -la necesaria- para que nada nos lastime y perjudique.
La lista de bondades que nos da esa luz es
interminable, por eso nuestro mayor cuidado tienen que estar en el deseo
permanente para que nunca se apague.
No es necesario que esa luz tenga la fuerza de
una hoguera, basta con que esté, por chica que parezca, pero que esté viva, y
nos ayude a que podamos sentir que vivimos todavía.
Y nos damos cuenta de golpe que para defender
un ideal no es necesaria la estridencia con que lo gritemos, muchas veces, la
razón descansa y se nutre en el más débil de los murmullos que llevamos bajo la
piel.
Hay fuegos que necesitan espacio para que se
noten, hay otros tan chicos que apenas sí se ven, pero están. Es la enorme
virtud que tiene la luz de esa vela que debe vivir a nuestro lado, esa que
apenas puede verse, pero está.
Y eso es lo mejor, lo que no tiene precio, lo
que vale ¡está!
Simplemente está.
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