Sin darnos cuenta aparecen en nuestra mente algunos
recuerdos que quedaron registrados para siempre.
A veces, agradables, a veces, no tanto y otras
-lamentablemente- tan fuertes que golpean y llegan a emocionarnos contra
nuestra voluntad, dejando un dolor tan amargo como imprevisto.
Son recuerdos que brotan sin que sepamos el por qué,
pero vienen y así como pueden ser sensaciones que nos llevan a una sonrisa,
también nos acercan sin quererlo a una lágrima.
Nunca eligen, están ahí, consiguen desviar nuestra
atención y aparecen en forma repentina, pueden alegrar, pero también todo lo
contrario, nos acercan a un tipo de nostalgia que lastima.
Muchas veces, quisiéramos que todos nuestros recuerdos
fueran agradables, como para permitirnos vivir en una permanente evocación de
alegría pero sucede que reviven en nosotros penas o tristezas que nos deprimen
y consiguen borrar lo grato que quisiéramos conservar siempre.
Otras veces sucede lo contrario. Cuando una emoción
dolorosa nos hace mucho mal, un solo instante de una pequeña alegría que asome,
nos sirve para olvidar ese mal momento y comprendemos de golpe que la vida está
llena de esos movimientos tan variables, tan distintos, tan llenos de matices
que nos sirven, con el tiempo para entender y valorar los contrastes que constituyen
la vida.
Después, con el tiempo, con la experiencia aprendida,
sacamos nuestras conclusiones, razonamos y vemos en un rápido desfile el
resultado obtenido.
Y llega el momento, con el recuerdo de todo lo vivido,
que notamos que queda en nosotros algo que podemos llamar un balance emocional.
Es el resumen de todo lo bueno que pudo ser y no fue, junto con todo lo otro
que no debió ser, pero dejó su huella.
Pero nos queda un consuelo, peor sería llegar al final
del camino y comprobar que no nos quedó
nada, que todo transcurrió con total indiferencia, que llegamos vacíos.
Más relatos jueveros, en lo de Lucía